El niño vive con el juego una experiencia poco frecuente en la vida del hombre, la de enfrentarse a solas con la complejidad del mundo: él, con toda su curiosidad, con todo lo que sabe y lo que sabe hacer, ante el mundo, con todos sus estímulos, sus novedades, sus atracciones. Y jugar significa quedarse cada vez con un trocito de este mundo: un trocito que puede componerse de un amigo, de objetos, de reglas, de un espacio que ocupar, de un tiem po que administrar, de riesgos que correr. Y ningún adulto podrá prever o medir la cantidad de cosas que aprende un niño jugando. Nadie podrá programar o acelerar este proceso, ni impedirlo o empobrecerlo. Y el motivo que lo impulsa es el más potente que conoce el hombre: el placer. El juego libre y espontáneo del niño guarda parecido con las experiencias más elevadas y extraordinarias del adulto, como la de la investigación científica, la exploración, el arte o la mística, en las que el hombre se enfrenta a la complejidad y vive la