Camino sin retorno

Un antiguo proverbio judío dice que con la mentira se puede ir muy lejos, pero el problema es que no se puede volver. Cabría agregar que nadie se interna en ese camino por casualidad o ignorancia. Quien miente sabe la verdad y la oculta o falsea. Salvo cuando existe una finalidad moral (salvar una vida, preservar algo que mejorará al mundo), la mentira atenta contra el otro (contra su credulidad, su inocencia, su confianza, su buena fe, sus sentimientos). Es inmoral. Y también es perversa, porque denota mala intención y ausencia de empatía.



Cuando la mentira se convierte en moneda corriente en una sociedad y es de uso común en las relaciones íntimas y privadas así como en las públicas y sociales; cuando se la entroniza en los medios, en la política, en la economía, en los negocios, en la práctica deportiva, en el quehacer cultural y científico, en la publicidad y el marketing, estamos ante algo más grave que una picardía o un ventajismo. Lentamente llegamos a un punto en el cual desaparece la verdad en todas sus formas y expresiones. Si la única verdad es la mentira no hay a quien creer. Y si nadie cree en nadie la palabra pierde sentido, es una cáscara vacía, bien podríamos abandonarla, volver a un punto prehistórico, previo al habla y la escritura. En un contexto así se impone la desconfianza, todos son sospechosos. Y desaparece la responsabilidad, nadie se hace cargo de lo que su mentira siembra, aunque la cosecha se le vuelva en contra. La mentira como constante denota también cobardía, miedo a la verdad.
¿Qué hacer ante la normalización de la mentira? La respuesta es sencilla: empecinarse en la verdad. Si no es por razones morales, al menos por cuestiones prácticas. Como decía el siempre agudo y certero Mark Twain, padre literario de Tom Sawyer y Hucklberry Finn: "Si dices la verdad, no tendrás que acordarte de nada". Caso contrario, la cadena de mentiras es infinita. Y tóxica.
Sergio Sinay

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